28 enero 2017

A mi Señor Don Quijote…

… de su Dama aún encantada Dulcinea, con algunas noticias y deseos de verlo y de otra naturaleza, y con la mención de un sueño que me causa inquietud, y desasosiego (carta)


Esforzado caballero: sólo unas líneas para comunicaros que el hechizo o encantamiento que venís en ver en mí va mejorando día a día gracias a vuestros desinteresados y verdaderos afanes, aunque sea a costa de los lomos del bueno de Sancho, que sin tener arte ni parte en vuestra locura o sinrazón, conviene en prestarse a seguiros en las andanzas y en las ocurrencias, sin chistar ni poner mala cara a cuanto de él solicitáis. Conviene que le deis buenas y jugosas conversaciones con las que cultivar la famosa y ya probada fidelidad que os profesa, que nunca por mucho trigo fue mal año, y más vale engrasar de tanto en tanto la puerta de la jaula del pájaro que nos trina que no dejarla caer de puro herrumbrosa.

27 enero 2017

Aquellos huevos fritos (relato)

En mi casa todos los días se desayunaba, se comía, se merendaba y se cenaba. En medio de las acelgas, de los trozos de pollo llenos de huesos y de cartílagos, de la sopa sosa e indiferente, de las alcachofas con enormes hojas duras, de las judías verdes con las hebras al acecho, en medio de aquella selva hostil, de vez en cuando, surgía la promesa de los huevos fritos. Era una promesa de alegría, de satisfacción gratuita. El placer era algo raro entre los dientes. Hasta el desayuno, en régimen de libertad condicional, y la merienda, con libertad plena, ceremonias extrañas que escapaban a la vigilancia y daban una ilusión de placer por el hecho de que, como mucho, no había que sortear más que alguna corteza de queso o alguna tirilla de las rodajas de embutido, no eran comidas de verdad, no alimentaban, sólo eran rutinas empañadas por el pan aburrido con mantequilla aburrida y azúcar aburrida. Los desayunos y las meriendas no eran hostiles, pero eran aburridos.

26 enero 2017

‘Silvia’ de Gérard de Nerval

Hay quien dice que todas las novelas son policiacas, en el sentido de que aspiran a crear suspense o porque siempre tienen algo oculto que descubrir a lo largo de sus páginas. Puede que sí, pero en el plano formal. En el contenido, como ya he dicho aquí en alguna ocasión, creo más bien que todas las novelas son historias de amor. Ya sabemos que fondo y forma van unidos en la literatura. Pero el móvil del crimen, la investigación o el suspense siempre están al servicio de la emoción y, por encima de todo, de la emoción suprema: el amor.
El amor, que no es unívoco. En realidad cada autor nos habla de su amor, no del Amor. No sé qué es el Amor, sé qué es mi amor, y sé que una novela tiene calidad cuando el autor, sin conocerme, quizá —muy probablemente— sin pretenderlo, está hablando de mi amor. Es entonces cuando ocurre ese fenómeno insólito de tener la sensación, no de estar leyendo la novela que tenemos entre manos, sino de estar escribiéndola.
Silvia, de Gérard de Nerval, es la historia extraña de un amor extraño. Todos los amores son extraños, pero el amor de Gérard de Nerval en Silvia lo es aún más. Es único. No hay emociones generales, todas son particulares. Además de ser un sentimiento particular, el amor es único. Los intentos de hacer una sinopsis o un resumen de Silvia —o incluso un comentario— siempre fracasan, se embrollan, se desdibujan. Como este comentario. Porque Silvia es la historia de amor del lector.
La novela es breve. Su carácter único evoca incluso expresamente a La Nueva Eloísa de Rousseau, otra de esas novelas que parecen escritas sólo para nosotros, sólo para mostrarnos nuestras emociones. Nerval rinde un repetido homenaje a Rousseau —y en particular a La Nueva Eloísa— en las páginas de Silvia.

04 enero 2017

Camus en el tranvía de Argel

«No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida es digna o indigna de ser vivida es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. (…) Si me pregunto en qué puedo basarme para juzgar si tal cuestión es más apremiante que tal otra, respondo que en los actos a los que obligue. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo cuando puso su vida en peligro. En cierto sentido hizo bien. (…) Es profundamente indiferente saber cuál gira alrededor del otro, si la Tierra o el Sol. (…) En cambio, veo que muchas personas mueren porque estiman que la vida no merece ser vivida». Con estas palabras comienza El mito de Sísifo, ensayo escrito por Camus en 1942.

Albert Camus nació el 7 de noviembre de 1913 en Mondovi (actual Dréan), Argelia, y murió el 4 de enero de 1960, hoy hace 57 años, en un accidente de tráfico. Cuando recibió el Nobel de Literatura en 1957, alguien, en una conferencia, le interrogó acerca de “la justa lucha” del Frente de Liberación Nacional argelino contra la dominación colonial francesa. Harto de la insistencia de aquel sujeto, Camus, que había denunciado la miseria, la tortura y el colonialismo en Argelia pero que se negaba a aceptar más Causa que la de su conciencia, respondió: “En este momento se arrojan bombas contra los tranvías de Argel. Mi madre puede hallarse en uno de esos tranvías. Si eso es la justicia, prefiero a mi madre”. La anécdota quedó registrada como una de esas escenas antológicas, expositivas, sintéticas de la historia de la filosofía: la manzana de Fourier, el caballo de Nietzsche, la madre de Camus. Era la Justicia —con una jota tan mayúscula que llegaba hasta el Monte Olimpo— frente a una anciana analfabeta, una fregona enferma: su madre. La Fantasía Mitológica frente a la carne desvalida viajando en transporte público. La Santa Falacia frente al latido del pecho de una vieja. Hacía al menos quince años que Camus había elegido al escribir los primeros párrafos de El mito de Sísifo. Cambiaba la Justicia y todas las Causas Justas de este mundo por esa anciana.