19 septiembre 2016

Tesis sobre Alonso Quijada o Quesada

Hay una teoría que comparto, según la cual los escritores en sus novelas (por ceñirnos a la novela) no hablan de la vida, el amor o la muerte; no hablan de la justicia ni de la verdad; tampoco hablan de las aventuras de tal o cual aventurero intrépido ni de las peripecias de tal o cual desventurada en apuros. Los escritores, en sus novelas, siempre, siempre están hablando de sí mismos. Aunque su novela trate de marcianos que juegan al ping-pong, aunque trate de seres fantásticos, o de un tiempo remoto que el escritor no ha vivido, o de un país remoto que no ha visitado: el escritor habla de sí mismo. Verne no habla de Nemo, Flaubert no habla de Bovary, Salgari no habla de Sandokán. Verne, Flaubert, Salgari hablan de sí mismos.
También existe la teoría de que la literatura redime. También comparto esa teoría, con un matiz: en mi opinión la literatura redime al lector, desde luego, pero, sobre todo, redime al escritor.
Hago estas consideraciones para hincarle el diente a Don Quijote de La Mancha. El arranque de la novela de Cervantes es actual porque es verdad. Entiéndase: es verdad seguramente no en lo contingente, pero sí en lo inmanente, o si se prefiere, en lo que tiene de inmanente el hastío y la soledad que conducen a la locura. Alonso Quijada o Quesada debía de aburrirse tanto, tantísimo de un ama gruñona, una sobrina pacata, un cura sabelotodo, un barbero desmayado y un bachiller listillo, debía de estar tan harto de la caza de gamusinos por las tierras manchegas áridas y cerriles, de sus paisanos siempre iguales a sí mismos o peores que sí mismos, que no se le ocurrió mejor cosa que darse a la lectura de novelas de caballerías, en las que halló lo que no podía encontrar entre las fuerzas vivas que le enclaustraban y le tenían rodeado. Halló vida y pulso. Motivos para vivir y exaltarse. Motivos para no morir. Se montó en un jamelgo digno de poca confianza y salió de su encierro a respirar su propio aire a costa de la opinión ajena. Sólo cuando recobra el seso al final de la novela reencuentra motivos para morir. Y muere.
Seguramente Cervantes debía de estar igualmente hastiado de su vecindario, sus prójimos y sus prójimas. No creo que decir esto sea muy aventurado. Con seguridad lo estaba en la cárcel donde escribió la primera parte de la obra. Pero algo parecido vale para la segunda parte. Sus oficios, su rutina, el ambiente provinciano, ruin y mezquino de un Madrid donde se debía de abrir la boca casi exclusivamente para bostezar, debieron de llevarle a una soledad íntima que hubo de exorcizar —de la que tuvo que redimirse— escribiendo El Quijote. Es verdad que Cervantes maltrata a su criatura, pero la maltrata a través de los otros personajes, más cuerdos pero menos sabios que el hidalgo. Le maltrata a través, en primer lugar, de sus paisanos, los manchegos. A Don Quijote no le apalean ni le humillan ni le despojan gigantes venidos del países fabulosos ni sarracenos con dientes metálicos y curvos. Le apalean y le despojan sus compatriotas. Por qué ahora se disputan su paternidad esos paisanos que quedan en tan mal lugar en la obra es algo incomprensible. En la primera línea de la novela, Cervantes ni siquiera considera digna de ser nombrada la aldea de Alonso Quijada. Por algo será.
Por lo demás, el maltrato que sufre Don Quijote a manos de su autor es un maltrato físico. En lo moral, Cervantes pinta al hidalgo como un hombre recto, amable, leal, que apenas tiene raptos de cólera con su escudero, que sabe disculparse, que siempre es razonable, comprensivo y compasivo. Además, siempre es sabio y, por encima de todo, consecuente.
Eso debía de ser lo que Cervantes, tan maltratado en lo físico, aspiraba a ser en lo moral: Alonso Quesada o Quijada. Quizá sin su locura, pero si la rectitud en un mundo torcido exigía pagar el precio de la locura, Cervantes sin duda, al final de su vida, debió de estar dispuesto a pagarlo.
En el 400.º aniversario de su muerte, bueno habría sido que hubieran dejado de remover los huesos de Miguel de Cervantes, que hubieran dejado de jugar a las tabas con sus rótulas, y que siga viviendo, si eso es posible aún entre nosotros, Alonso Quijada. Y siga en el olvido eterno el lugar en el que no ha mucho que este hidalgo vivía. Vale.

No hay comentarios:

Publicar un comentario