22 septiembre 2016

Alta literatura, baja literatura

Suele considerarse literatura por antonomasia a eso que se llama alta literatura. Los novelones, los bestsellers y demás serían producción para consumo popular. Baja literatura.
Estoy de acuerdo. Shakespeare, Kafka, Camus o Plath son grandísimos escritores que hablan de forma preferente sobre el sufrimiento humano. Pocas cosas son más grandes y están más extendidas, así que es perfectamente explicable que los grandes autores lo tomen como centro de su atención.
Pero sólo los que gozan de cierto respiro en su existencia pueden disfrutar plenamente de obras que muestran algo tan desagradable como el sufrimiento; sólo ellos pueden alabar que se haga arte con ese material tan amargo. Aquéllos a los que no les ahoga el dolor —aunque naturalmente les apriete como a todo el mundo— pueden valorar esas obras en su justa medida, pueden consagrarlas; ellos guardan la suficiente distancia respecto al dolor como para poder exaltarse con el sufrimiento pasado por el genio de la estética sin verse arrastrados por el vórtice de la desesperación.
Kafka, por ejemplo, pone el dedo en todas las llagas. Pero hay una gran cantidad de personas con el cuerpo lleno de llagas, con todas las llagas abiertas, personas que sufren de verdad, que saborean hasta la angustia el sufrimiento cada minuto. Que son pobres, que son infelices, y que no saben cómo dejar de ser pobres e infelices. Que no quieren que Kafka ni nadie les cuente lo que es sufrir. Lo saben perfectamente.
No quieren que nadie se lo muestre ni se lo recuerde, ellos podrían contarlo mejor que nadie. No ven sentido a que nadie haga nada lúdico con su dolor. Si los grandes escritores lo hacen, bien, pero entonces no aceptan que se les imponga como una obligación canónica tener que recrearse con los detalles del pozo negro de las circunstancias y sus consecuencias, la vida invivible, irrespirable. No le ven la gracia al chiste. Necesitan eso que se llama baja literatura para aliviar su dolor; exactamente eso: cuentos de hadas, aventuras inverosímiles, finales felices que desmientan la realidad y que hagan la vida soportable. Dejar de sufrir un rato, a ratos. La literatura barata ha sustituido en buena medida a la religión, de la que Marx dijo que era el corazón de un mundo sin corazón. Ya sabemos que no hay corazón, así que nos agarramos a corazones inventados, a fábulas donde todo encaja, donde todo es bondad, valor, belleza, aunque sea de cartón piedra pintado con colores chillones, cuanto más chillones mejor: amarillos, rojos, verdes, azules, que contrasten todo lo posible con el gris y con el negro del túnel en el que viajamos. La baja literatura sin duda tiene menos calidad pero es más salvadora que, digamos, El proceso. El proceso es una obra maestra, pero cuando la vida es irrespirable —cosa demasiado común—, cuando te asomas al abismo sujeto por la punta de los dedos de los pies, leer El nombre de la rosa o El prisionero del castillo de Zenda puede que te ayude a no caer mejor que La metamorfosis.
Desde luego que no hago valoraciones absolutas. Opino que la alta literatura es mejor que la baja, parece obvio. Es más profunda, sus estilos son más depurados e innovadores, está llena de valores positivos, de conocimiento, de introspección y de genialidad. Pero no tiene nada de extraño que una persona famélica disfrute más con una hamburguesa barata que con un plato experimental incomprensible de la cocina de vanguardia. Una persona con el paladar entumecido, con el hambre atrasada, a la que apenas le quedan dientes; una de las que engrosan las filas de la inmensa mayoría de las personas que habitan el planeta.
No hay valoraciones absolutas, menos en algo tan opinable como la literatura. A cada uno lo suyo. Escriba cada uno lo que pueda; lea cada uno lo que quiera. El día en que se erradique el sufrimiento humano —el sufrimiento evitable— supongo que nos pondremos más exigentes en cuestión de letras. Ojalá que llegue ese día cuanto antes.

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